Comentario
El siglo XVIII trajo el ascenso de las colonias francesas e inglesas, el pleno desarrollo de las ibéricas y el retroceso de las holandesas. Dinamarca configuró un pequeño pero fructífero complejo colonial y Rusia apareció en el horizonte americano penetrando hacia el sur desde Alaska. Todo este cosmos colonial recibió de sus metrópolis grandes excedentes de población y enormes cantidades de esclavos africanos que activaron su economía. Gracias a lo último, pudieron enviar a Europa cientos de toneladas de azúcar, cacao, tabaco, algodón, añil, maderas tintóreas, etc. que se sumaron a las tradicionales remesas de oro y plata, recibiendo a cambio manufacturas y algunos artículos de lujo. La revolución industrial vino luego a robustecer más íntimamente los vínculos entre colonias y metrópolis, al crear la necesidad de contar con materias primas (algodones y tintóreos) producidas en los territorios de ultramar y de un mercado donde colocar las manufacturas. Las colonias americanas se convirtieron en centros estratégicos económicos, y los países europeos lucharon por ellas y en ellas durante la segunda mitad del siglo XVIII. Ocurrió entonces algo insólito, como fue la aparición de un mercado de colonias: se ocupaban, se cedían, se cambiaban y hasta se vendían. Inglaterra se apoderó de la Nueva Francia, Francia regaló la Louisiana a España, España cambió el Sacramento por territorios septentrionales de Brasil, y Francia vendió Santa Cruz a Dinamarca. Todo esto se hacía, naturalmente, sin consultar a los colonos, que se convirtieron en siervos trasladables con la tierra. Se acostaban siendo españoles o ingleses y se despertaban siendo lo contrario. La situación se aceleró durante el último cuarto de siglo, cuando la revolución industrial y el colonialismo americano alcanzaron su cénit, llegándose a negociar con las colonias sin la menor consideración hacia ellas (Florida, Malvinas, Santo Domingo, Guadalupe, Louisiana, etc.). En el mejor de los casos se reajustaban sus límites, cercenándolas o ampliándolas en virtud de enigmáticos intereses económicos propuestos por los omnipotentes ministros reformistas de las monarquías (región suroriental de Canadá, nueva frontera virreinal en el Alto Perú, Guayaquil, etc.). Fue una situación de indefensión contra la que reaccionaron pronto los colonos buscando la ruptura con sus metrópolis para poder gozar del derecho de autodeterminación.
Durante el período borbónico, Hispanoamérica adquirió plenamente su identidad de colonia de la nación española, perdiendo su perfil de reinos confederales en la monarquía, que la había caracterizado en la época de los Austrias. La transformación se operó principalmente en el aspecto económico, pero se reflejó en todos los demás, y encontró una gran resistencia en la propia Hispanoamérica, donde se vivió la pugna entre el viejo orden de los Austrias, que había permitido a los criollos un relativo control de sus reinos, y el nuevo, dominado totalmente por los peninsulares. La presión metropolitana coincidió, además, con el mejor momento del desarrollo cultural hispanoamericano.